Vivo en un mundo imaginario, un mundo en el que solo soy posible bajo el cobijo del silencio. Trato de verme en otro mundo, en el que quiero mío, en el que creo que es mío (porque no lo conozco, pero lo recuerdo) y, a pesar del esfuerzo, no lo logro. Sólo existo tras la puerta de mi departamento desprovisto de ventanas, escondido en el conglomerado urbano.
Al andar entre sus calles, voy descubriendo la omnipotencia que tiene la ciudad sobre sus habitantes, su capacidad para someternos, para hacernos olvidar nuestro origen escondiéndolo entre toneladas de hormigón, acero y cristal, resaltando la lejanía del cielo por encima de sus inalcanzables quintas fachadas.
Aún las concentraciones urbanas pequeñas tienen el poder de enajenarnos e invitarnos a volver nuestras raíces, para descansar de las rutinas aniquilantes de la ciudad.